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06 abril, 2007

La Dueña en cenizas


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ERASE UNA VEZ Una Dueña, que vivía en un castillo con balconadas de panza y barrotes, desde las que contemplaba el jardín y sus estanques y fuentes. Y el mundo que asomaba tras la verja de hierro.

La Dueña pasaba su tiempo contándose historias...

Historias que pronto se supo de memoria y quiso compartir con los ciervos y pájaros del jardín, y con los peces del estanque.

Así pues, un día de sol, tomó unos brotes tiernos de centeno y los depositó en su falda.

Sentada sobre el césped, dejó a la vista los brotes y comenzó sus relatos: uno... otro día... los animales se acercaban- al principio asustadizos, luego tímidos- hasta terminar por comer de las manos de la Dueña; y ladear sus cabezas, olfatear el aire y erguir las orejas... tal parecía que estuvieran escuchando.

Y los peces asomaban cada poco sus agallas fuera del agua, pues también querían escuchar esos relatos.

Un día, acertó a pasar, en esos instantes del cuento, un vecino: jamás había visto ni escuchado a nadie tras la verja de la Casa... y la curiosidad le llevó a trepar el muro para tener visión y oído de lo que sucedía. Allí vio a la Dueña, rodeada de animales que parecían escucharla con atención.... y escuchando, escuchando, el vecino permaneció hipnotizado por las palabras de la Dueña... durante el rato que tardó otro vecino en pasearse frente a la verja.

- "¿Qué haces ahí subido, vecino?"


. ¡Sccccccchhhhhhhhhh!- replicó el otro- ¡que no me dejas escuchar el cuento!

Y así fue cómo dos vecinos terminaron sentados en lo alto del muro.



Pronto se corrió la voz de que la Dueña contaba historias tan hermosas, que hasta los animales de ellas quedaban prendados. Y los vecinos comenzaron a agolparse en la verja: los cuentos les hechizaban y los ropajes de la Duela eran tan hermosos... tan bonito su jardín...

Hasta que un día la Dueña se percató de su presencia y les invitó a pasar y sentarse.

Durante un par de días, los vecinos acudieron puntuales a su cita con la Dueña y sus cuentos... mas pronto empezaron los problemas: quien no recelaba de que la Dueña pareciera mirar más a uno que a otro cuando contaba, lo hacía porque entendía que él contaba los cuentos mejor o que mejor los imaginaba...

La Dueña no tardó en darse cuenta de la situación y, primero la tristeza, luego el enfado, entraron en su Casa.

Unos días después, la verja se hallaba cerrada y cubierta, así como los muros, con un grueso seto de rosal. Los vecinos vieron la imposibilidad de volver al jardín; y entre jaculatorias y feas palabras para la Dueña, se retiraron...

Poco a poco la Dueña dejó de oir las murmuraciones detrás del seto... o quizás aprendió a no darles importancia.

Lo cierto es que se hallaba dolida: ella había compartido sus cuentos, porque así lo deseaba. Pero no contaba con que el relato fuera a convertirse en una batalla campal de recelos.

Pronto hubo quienes lograron subir de nuevo el muro y quebrar los rosales... para seguir escuchando, pero sin acercarse nunca más.

Y la Dueña les veía, pero hacía como que no se daba cuenta: ¿qué iba a lograr con amonestarles por su comportamiento?... nada... sólo más desprecios.

Y sabía que luego sus cuentos serían relatados por otra persona como propios: le estaban arrebatando a sus hijos, sus relatos... pero nada podía hacer.

Poco a porco la Dueña fue perdiendo las ganas de inventar y contar historias. Hasta que un día ya no bajó al jardín.

Nadie se preguntó ni supo de su tristeza; ni de la nueva melancolía que la impedía sentir otra cosa que no fuera dolor.

Dijeron que la conocían, que era soberbia, que se creía superior a ellos... que era una engreída.

Y todo esto lo sabía la Dueña sin salir de la balconada, a la que había vuelto.

Un día, su imaginación resucitó. Y le dictó un disfraz:


La Dueña desordenó sus cabellos y los cubrió con las cenizas del hogar. Rasgó sus vestidos y calzó sus viejas zapatillas de jardín. Tiznó con las mismas cenizas su rostro y salió al mundo fuera de la verja...

Allí fuera, sentada en el suelo, volvió a inventar cuentos y contarlos en alta voz: los paseantes la miraban sin reconocerla y apenas prestaban atención a sus palabras. Alguien, a veces, le daba una moneda de cobre. Pero nadie se detenía el tiempo suficiente.

Volvió a la calle un día tras otro, y sólo los pájaros en los árboles y los animales vagabundos se detenían a escucharla.

Un día, el disgusto de los vecinos por aquélla presencia tan poco agradable para sus calles, les llevó a reunirse: tras hablarlo acaloradamente, decidieron expulsar a la "mendiga"...


Como no podían echarla por la fuerza, decidieron seguir la estrategia que alguien propuso:

.- Le haremos la vida imposible. De esta manera, ella misma decidirá marcharse y nosotros nos lavaremos las manos.

Y así fue como un día, alguien pisó a la Dueña.

Otro día, alguien tropezó y le tiró encima un cubo de agua sucia.
Al siguiente miraban a través de ella, como si fuera transparente y no hubiera nadie en el sitio que ella ocupaba.

Todos los días se preguntaba la Dueña por el nuevo oprobio que le seguiría... pero adoraba contar cuentos... no podía parar, a menos que los pájaros dejaran de escucharla. Y eso no sucedía.

Un día, alguien pasó con un enorme perro, asido por una gruesa soga alrededor del cuello: El animal mostraba las fauces llenas de espumarajos... y gruñía de forma amenazadora.

Poco antes de llegar a la altura donde la Dueña se encontraba, el animal se soltó de su dueño... o éste le dejó escapar ex profeso...

En cualquier caso, l
a bestia se dirigía contra la Dueña quien, aterrada, previó en esos instantes su propia muerte... y cerró los ojos con fuerza, para imaginar que no tenía cuerpo y que nada sentía...

Un aullido de sorpresa, un gemido de dolor y el silencio...

Abrió los ojos y contempló, a dos pies de distancia, el cuerpo inerte del perro. ..

Frente a él se encontraba un joven, armado con un bastón de punta afilada... ensangrentada.

Apenas sostenida por sus temblorosas piernas, la Dueña se acercó, con el propósito de dar la gracias al joven, quien aceptó una taza de té en la Casa, de la que la Dueña dijo ser sirvienta.

Un día tras otro fue el joven a visitar a la Dueña, y ésta volvió a recuperar la ilusión. A él le contaba sus cuentos, y con él se olvidó de teñirse de cenizas.
El joven veía cambiar a la Dueña y se hallaba fascinado por ese rostro limpio de maquillajes, limpio de hollines... limpio de cualquier otra cos que no fuera la sencillez. Y los relatos de la Dueña le atrapaban...
Pronto se hicieron amigos, cómplices, se juraron lealtad el uno al otro. Entre tanto, los vecinos murmuraban e intentaban averigüar qué sucedía tras la verja: la Dueña parecía haber desaparecido y, en su lugar, esa sucia arpía, había entrado en la Casa el mismo día del incidente con el perro.
Los comentarios se disparaban y cada uno era más hiriente y horrendo que el anterior.

Pero nada de ésto quería saber la Dueña: por fín alguien apreciaba sus cuentos; la apreciaba por sí misma y jamás la juzgaba.

Un día el joven sintió algo que no había sentido antes su corazón, y quiso comentarlo a la Dueña: algo dulce se estaba apoderando de su alma... algo que cobraba fuerza cada día en presencia de ella. Y ella le entendió, pues lo mismo ocurría en su propio corazón. Mas, antes de dar esperanza, la Dueña le habló:

.- Guardo en las mangas de mi saya un secreto: Y fuera de la verja la gente murmura acerca de él.

El joven pensó por un instante cuál sería el secreto. Mas, realmente, nada le importaba, pues lo que veía y escuchaba eran sus únicos anhelos. Y así lo dijo:

.- Dueña: me gustaría ser parte en todos tus secretos. Mas he aquí, en lo que contemplo, mi felicidad, que sé no habrá de destruir cualquier cosa que tengas derecho a ocultar, algo que otros busquen y puedan murmurar- Y prosiguió-:

.- No deslices la saya, no desveles tu misterio, que no quiero saber si hay tal, ni cual es; pues con él o sin él te amaré hasta el final.

Y la Dueña supo que esa respuesta era la que llevaba tantos años esperando...

FIN


Junio

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